(Texto del primer poeta invitado, José David Cortes)

Caminaba por la acera.
Aquella sobre la que ayer,
y yace cien años también,
pisó mientras el sol cayera.
Puntualmente, entre las cuatro,
las seis, las cinco
o cuando su azaroso automatismo
le impulsara a un “nuevo risco”,
salía desde su cueva
volviendo sobre aquella.
Aquella, la acera vieja,
la que dicen que se hizo
para mayor comodidad.
Brincó escombros añejados.
Bordeó el poste eléctrico
que convertía el camino
en dos y, a la vez, ninguno.
Repasó lo que miraba:
50 años atrás, ¿que había?
¿Qué veía? ¿Qué vió?
Por lo que vió sonrió,
aunque más todavía,
sonreía la ironía.
Una abeja sorbía
de una partida lata,
desperdiciada,
húmeda aún.
Y regresaría
como borracha y perdida
a un panal que yacía
entre alguna rama.
Una rama que brotaba
de algún arbusto
algo pretensioso
que comenzara
a también caminar
sobre aquella
la acera vieja.
Y durante el tiempo
en que una brisa
viene de la nada,
choca una frente
y continúa hacia
quién sabe dónde,
pensó y olvidó:
¿bendigo o maldigo
a quien sembró
el arbusto o el cemento?
Cuando desvaneció su retórica
De aquel que despierta
porque de repente
el sol mira su frente,
regresó a mirarlo todo.
Persiguió a otra abeja.
meditó su trayecto...
Esa abeja bailaba
con una orquídea
color luz.
Parecía creer
estar con su par.
Y tanto lo creía
que sonreía
mientras bailaba.
¿Fecundando? ¿Polinizando?
Apasionada muriendo.
Y luego del final
(que también fuera principio),
se acercó el caminante
a la orquídea ruborizada
de caricias y miradas.
Y por el impulso
de un capricho estético
cortó la flor,
continuó el camino.
Agitó el dedo en la flor.
Se pintó con el polen.
Se lo sacudió en el pantalón
Que así se acogiera a aquella
la misma providente,
oportuna brisa.
(3 de julio del 2020)